La mañana transcurrió entre el temor y la incertidumbre. Los habitantes de Tebas permanecieron ocultos en los rincones más apartados de sus hogares y nadie se atrevió a salir para cumplir sus obligaciones: el horno de hacer pan no se encendió, los hortelanos no fueron a sus huertas, los tejedores no osaron llamar la atención de la esfinge con el crujido rítmico de sus telares. Nadie quiso encender el fuego para cocer los alimentos, por temor a que el humo atrajese la mirada terrorífica del monstruo.
Creonte, rey de Tebas, dio órdenes a sus capitanes para que reuniesen a los mejores hombres armados y fuesen a matar a la misteriosa Esfinge, vengando así la muerte del pastor y de los rebaños. No sería tanto el poder de aquel monstruo como para que no sucumbiese ante los mejores guerreros tebanos.
Al mediodía, cincuenta hombres armados y acostumbrados a vencer en todas las batallas esperaban a que la puerta de la muralla se abriera para salir a combatir a la Esfinge. El rey Creonte en persona llegó desde palacio a lomos de su caballo para infundirles valor y prometerles riquezas: un puñado de esmeraldas más su peso en oro y sal para el guerrero que lograse derrotar a la cruel criatura. Las lanzas centelleaban al sol, las afiladas flechas estaban listas para volar en busca de su blanco, las espadas oscilaban al paso de los hombres cuando por fin abandonaron el recinto amurallado de Tebas. Fue entonces cuando muchos de los temerosos tebanos fueron saliendo poco a poco de sus casas para ocupar puestos en torres y azoteas. Desde allí, desde lo alto, esperaban presenciar la muerte de la Esfinge y verse libres por fin de su crueldad.
Un escalofrío de espanto estremeció a los soldados cuando llegaron al pie del monte Antedón, a un paso de la ciudad, porque pudieron ver de cerca lo que ninguno de ellos había visto y ni siquiera imaginado nunca: el rostro de la esfinge era pálido como la cera y no reflejaba emoción alguna. Sus ojos, sin embargo, brillaban incandescentes como brasas y no perdían detalle de todo lo que ocurría ante ellos. Su boca estaba llena de veneno, cuyo hedor llegaba hasta los asombrados soldados. Sus gigantescas alas y sus garras se veían manchadas de la sangre de sus recientes víctimas.
El primero en atacar fue Panos, el más valiente y veterano de todos, que trató de atravesar el pecho del monstruo con su lanza. Pero la Esfinge levantó el vuelo, esquivando el golpe, para atrapar por los hombros a Panos velozmente con sus afiladas garras y ascender, ascender más y más, fuera del alcance de las flechas que los demás guerreros le lanzaban. Volaba ya muy alto cuando de pronto soltó el cuerpo del veterano. El grito formidable que acompañó su caída cesó junto a la muralla. Los compañeros recogían el cadáver de Panos cuando la Esfinge volvió a posarse sobre la cima del monte. Los dejó hacer, impasible. Dejó que llevasen de vuelta el cuerpo desbaratado de Panos sin intentar un nuevo ataque. No hacía falta más crueldad. Quedaban sobradamente probados su poder y su fuerza.
Irene lo había visto todo desde la azotea de su casa, desobedeciendo las órdenes de su madre, que no había querido ni oír hablar de abandonar la protección de los muros de la vivienda. Tenía solo 12 años y no había parado en todo el día de darle vueltas en su cabeza al enigma de la Esfinge. No quería otra cosa más que resolverlo y conseguir que aquella criatura dañina se fuese del monte de su ciudad de una vez por todas. Pero no había podido resolver aún aquel maldito enigma. La muerte del guerrero la llenó de pena e indignación.
– Si fuese un chico, iría a pelear contra la Esfinge-dijo aguantando la rabia y las ganas de llorar.
– Nada puede la fuerza de las armas contra el poder de la Esfinge- replicó una voz a sus espaldas.
Se volvió y encontró allí a su abuelo, que era un anciano de cabellos y barba blanquísimos, un anciano adorable, completamente ciego desde hacía años.
-Pensemos, Irene, no queda otro remedio. Pidamos ayuda a los dioses y usemos la cabeza para encontrar la solución del enigma. Nada puede derrotar a la Esfinge si no es la inteligencia y la sabiduría.
Irene buscó la protección de los brazos de su abuelo y después lo condujo de la mano por las escaleras, hacia el interior de la casa. Dentro de no muchas horas llegaría nuevamente la noche y, con ella, volvería otra vez la crueldad de la Esfinge.
Durante esa noche, Irene cedió agotada a un sueño agitado, plagado de imágenes inconexas, donde la Esfinge de alas sangrientas arrasaba los trigales de los campos de Tebas porque nadie había resuelto aún el enigma. Una brisa cálida soplaba incesante en el sueño entrecortado de Irene, una brisa que traía aromas y extrañas músicas de lugares muy lejanos, y donde una voz amiga repetía una desconocida palabra de tres sílabas: Arancha… Arancha… Arancha…
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