EL ENIGMA DE LA ESFINGE XI

Verónica y Estefanía charlaban animadamente con Irene en la azotea. Era increíble lo que la chica tebana les contaba: la Esfinge que había aterrorizado a la ciudad y la presencia de sus compañeros de clase en Tebas. Tan asombradas estaban con todo aquello que casi se les había olvidado ya el susto de aparecer de repente en aquel lugar, sin saber cómo ni por qué.

– ¿Veis?- e Irene señaló el monte Antedón, que sobresalía por encima de la muralla-. En la cima de ese monte estaba la Esfinge. ¡Era odiosa! Desde que se ha ido todo es diferente. Ahora Tebas ha vuelto a la normalidad y, aunque todavía quedan cinco enigmas por resolver, espero poder evitar que la Esfinge regrese. Seguro que vosotras podéis ayudarme en eso.

Estefanía y Verónica  asintieron. Claro que intentarían ayudar a Irene con los enigmas, harían todo lo posible. Sin embargo, Irene no dijo de inmediato el siguiente enigma, que sabía de memoria. Se la veía nerviosa y enseguida las chicas del futuro supieron por qué:

– ¿Sabéis? Mi prima Calíope se casará pronto y hoy celebra el sacrificio a los dioses. Debería haberse casado en enero, que es cuando se celebran en Tebas  los matrimonios, pero en esas fechas estaba aquí la Esfinge, así que se han retrasado todas las bodas. Tengo que arreglarme para la ceremonia. ¿Os gustaría venir? Seguro que a mi prima le encantará conoceros. Irán sus amigas y mis otras primas a la fiesta. ¿Os animáis?

A Estefanía y a Verónica les pareció una idea estupenda lo de la fiesta, aunque aquello del sacrificio no sonaba muy bien que digamos.

– ¿Eso del sacrifico qué es?- preguntó Estefanía.

– ¡Ah! ¿Es que no es igual en el futuro?- se extrañó Irene-. Ya veo que no….  A ver, aquí la novia, antes de casarse, se encomienda a los dioses durante la ceremonia del sacrificio. Pero lo más lindo es que también consagra a los dioses sus juguetes de niña. Ya lo veréis. ¡Mi prima Calíope tiene unas muñecas preciosas! Hoy se desprenderá de ellas, porque ya no es una niña: va a casarse. Y sé que le costará hacerlo. Aún le gusta jugar con sus muñecas. ¡Tiene dieciséis años y aún le gusta jugar con ellas!

Verónica y Estefanía se miraron asombradas:

– ¿Quéeeee? ¿Tiene dieciséis años y va a casarse?

– Pues sí – aclaró Irene-, es lo normal.

– Será lo normal aquí- intervino Verónica- En el futuro, a los dieciséis años aún estamos en el instituto y ninguna chica piensa en casarse a esa edad.

Ahora la sorprendida era Irene, que no quiso  disimular su admiración y su envidia por la suerte de las chicas del futuro:

– ¡Cómo me gustaría vivir en el futuro!

flores

Irene no tardó en prepararse para la ceremonia. Se había puesto una corona de pequeñas flores blancas y se había perfumado con esencias. Traía dos coronas de flores para sus amigas, a las que también ungió con su perfume.

– ¡Pasadlo bien!- las despidió la madre de Irene a la puesta de la casa.

Entonces apareció por el fondo del patio el abuelo de Irene.

– ¡Esperad! Tengo algo para nuestras invitadas.

El abuelo traía en sus manos una cajita de madera. De ella extrajo un colgante que colocó alrededor del cuello de Verónica y lo mismo hizo con Estefanía. Eran dos pequeñas piezas de cerámica decoradas con unos misteriosos dibujos geométricos.

El abuelo se dirigió a su nieta:

– ¿Te acuerdas, Irene, de lo que te prometí cuando se fue Arancha? Te dije que ella siempre te recordaría. Ya verás cómo ahora se cumplirá mi promesa. Te recordará ella y te recordarán todos tus amigos del futuro.

Verónica, Estefanía e Irene no comprendieron. Dieron las gracias y se apresuraron hacia la casa de Calíope.

– A veces mi abuelo dice cosas extrañas- explicó Irene-. Pero es muy bueno y muy sabio. Conservad su regalo. Os hará bien.

Asistieron a la celebración del sacrificio de Calíope y a la entrega de sus juguetes. Comieron dulces y bebieron hidromiel. Cantaron y bailaron junto a las amigas y primas de la novia.

Al anochecer, cuando regresaban a casa de Irene, la luz deslumbrante que ya conocemos envolvió a Estefanía y a Irene, que desaparecieron en unos segundos. Irene se quedó sola en mitad de la calle, tan asombrada como si fuera la primera vez que aquello sucedía.

– ¡Estefanía, Verónica! – exclamó- ¿Por qué os vais ya? ¡Ni siquiera os he dicho el segundo enigma…!

Irene tenía razón. Sus amigas ya no estaban y ella, con la emoción de la fiesta, se había olvidado del enigma. Estaba furiosa consigo misma. Sintió prisa por llegar a casa y corrió por las calles en sombras. Su abuelo la esperaba en el patio, con una lámpara de aceite encendida:

– Mira. Irene, tus amigas han olvidado algo.

Irene desplegó el papel cuadriculado que su abuelo le tendía. Era la primera vez que veía algo parecido. Acercándose a la llama de la lámpara, leyó con voz emocionada lo que el papel llevaba escrito:

“Cuando sube nos vamos,

Cuando baja nos quedamos”

La solución es EL ANCLA.

Verónica y Estefanía.

– Pero, ¿cómo es posible?- acertó a preguntar Irene, sin salir de su asombro.

Su abuelo la abrazó riendo, mientras le decía:

– Irene, chiquilla, ya aprenderás que no siempre podemos entender todas las cosas…

En el alegre cielo de Tebas lucían las estrellas del final de la primavera y en el aire fragante se mezclaban las músicas de las celebraciones de boda. Tebas estaba de fiesta sin la Esfinge. Irene, en silencio, dedicó un agradecido adiós a sus amigas y amigos del futuro, a la vez que hacía una promesa solemne y  formulaba un deseo:

– Nunca os olvidaré. No me olvidéis nunca.

Published in: on May 26, 2009 at 2:56 pm  Deja un comentario  

EL ENIGMA DE LA ESFINGE X

A veces nos ocurren cosas que parecen sueños y otras veces soñamos cosas que parecen realidad. Cuando Alfonso abrió los ojos  le pareció que despertaba de un largo sueño , pero que todavía seguía soñando. Estaba tumbado sobre un lecho de hierba fresca, bajo un cielo de un azul perfecto, y oía el rumor continuo de un caudal de agua. Se sintió tan a gusto que volvió a entrecerrar los ojos, sin querer levantarse.

– ¿Tú quién eres?

Alfonso abrió los ojos. Un niño vestido con una túnica y con una rudimentaria red en la mano se recortaba contra el azul del cielo, esperando su respuesta.

-Yo Alfonso, ¿y tú?

Pero el niño no respondió. En lugar de eso echó a correr gritando:

-¡Ireneeeeeeeeeeeeee! ¡Ha venido otro chico del futuro!

Alfonso se incorporó de un brinco sin lograr entender nada y pronto se vio rodeado por un extraño grupo de personas: la madre del chico, su hermano mayor y la tal Irene, que era una muchacha morena y muy guapa, según le pareció a Alfonso. Pudo ver entonces que un riachuelo corría allí cerca, en medio de un paisaje despoblado, como una cinta de frescura en el páramo reseco. Enseguida se unió al grupo un curioso más: era un caballo esbelto, de pelo castaño y muy brillante. Irene le palmeó el lomo y se decidió a hablar:

      – Este es Sombra, mi caballo. Estos son mi madre, mi hermano Zale y mi hermano mayor, Marsias. Yo soy Irene. Sé bienvenido.

Alfonso no se lo podía creer y menos cuando, sentados a la orilla del riachuelo, Irene le contó toda aquella fabulosa historia de la Esfinge y le habló de sus compañeros de clase como si los conociera de toda la vida: Alberto, Alba, Arancha, Raquel. A esta última no la conoció personalmente, pero sabía que también había visitado Tebas con éxito. Mientras charlaban, la madre de Irene había vuelto a su tarea de hacer la colada y los hermanos se afanaban en un amplio remanso con la red de pesca.

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-La Esfinge se fue, pero dejó seis enigmas que hay que resolver por orden- continuó Irene-. ¿Me ayudarás con el primero?

– Venga, di ese enigma. A lo mejor puedo adivinarlo.

– “Contigo no estoy. Me verás en un minuto. Repetiré en un momento. En un año me habré ido”- recitó Irene de memoria.

Alfonso se dio una palmada en el muslo y compuso un gesto expresivo de sorpresa. Luego dijo:

– ¿Y eso es lo que te preocupaba tanto? Sé la respuesta. Me la dijo en clase Alberto S., pero no te la diré todavía. Antes vamos a pescar con tus hermanos, por favor. La respuesta, después de la pesca.

La pesca de caña le volvía loco y estaba deseando probar con la red.

– Pescaremos, pero luego… ¡La respuesta al enigma! ¿De acuerdo? ¡Vamos! – concedió Irene.

Pasaron la tarde pescando. Alfonso, buen observador, se hizo pronto con el manejo de la red y, poco a poco, el enorme cesto que descansaba en la orilla se fue llenando de peces hasta rebosar.

– ¡Esto es  “demasiao”!- Alfonso no salía de su asombro-. Cuando se lo cuente a mi padre no se lo va a creer…

– ¡Hay muchísimos! Tendremos para la cena y aún sobrarán para venden en el mercado…- se admiraba Zale.

Irene, que con la pesc parecía haberse despreocupado del enigma, dijo entonces:

– Ahora ya es después, Alfonso, el enigma, por favor…

Alfonso asintió y se puso a explicar:

– “CONTIGO no estoy. Me verás en un MINUTO. Repetiré en un MOMENTO. En un AÑO me habré ido”. Pues está claro: es la letra M.

Irene dio saltos de alegría: ¡Ya tenía resuelto el primer enigma! Todos aplaudieron a Alfonso, que hizo una graciosa reverencia de agradecimiento, y Sombra también vino para rozarle la cabeza con el  hocico.

– ¡Quita, Sombra! ¡Que haces cosquillas!

Rieron todos, divertidos y felices. Había sido un día afortunado.

– Sé de memoria los seis enigmas. Te diré el segundo, quizá también lo resuelvas- propuso Irene: “Cuando sube nos vamos, cuando baja nos quedamos”.

Alfonso escuchó con atención, pero en algún misterioso lugar debe de estar escrito que no es posible resolver dos enigmas seguidos, lo mismo que  no es posible volver por segunda vez a Tebas. En unos segundos, Alfonso fue envuelto por aquella luz cegadora que ya conocemos y desapareció delante de los ojos de todos. Sombra relinchó, inquieto, e Irene se apresuró a pronunciar con retraso su despedida:

– Gracias, muchas gracias, Alfonso. Saluda de mi parte a nuestros amigos comunes, diles que nunca los olvidaremos.  Tampoco a ti. Buen viaje.

Se iba a poner el sol cuando cargaron  el cesto del pescado y la ropa limpia a lomos de Sombra para volver a casa. Había sido, en efecto, un día afortunado.

Published in: on May 15, 2009 at 6:51 pm  Deja un comentario  

EL ENIGMA DE LA ESFINGE IX

Toda Tebas era una fiesta. Todo eran gritos de júbilo, alegre música de chirimías, flautas, timbales y campanas. Todo el mundo quería ir al monte Antedón para comprobar con sus ojos la venturosa desparición de la Esfinge.

Edipo avanzó a contracorriente, a duras penas, en medio de aquella sonriente masa humana. En la mano derecha empuñaba su bastón, la izquierda se posaba en su pecho, sujetando con fuerza el rollo de los enigmas que debería entregarle a la muchacha, a Irene.

Preguntando por ella a la gente apresurada que cruzaba, logró dar con la casa. Irene, su madre, su abuelo y su hermano Zale se disponían en ese momento a bandonarla, para acudir también al monte Antedón.

-Traigo un recado para Irene- dijo Edipo.

Quisieron hacerle pasar, quisieron brindarle la hospitalidad que se debe al viajero, pero Edipo tenía prisa. El suelo de Tebas le quemaba bajo las gastadas suelas de sus sandalias.

– La Esfinge dejó esto para ti. Dijo que tú sabrías. Dijo también que volvería en un plazo de seis meses si antes no son resueltos los enigmas que van escritos ahí. Ahora debo seguir mi camino. Larga vida a Tebas.

Sin beber ni tan siquiera un trago de agua, Edipo se mezcló con la gente que, libre al fin de la Esfinge, cruzaba bulliciosa las calles y se atrevían a cruzar su muralla sin ningún temor.

– Ese que sa va es Edipo, nuestro antiguo rey – dijo el abuelo de Irene.

– No abuelo, te equivocas. Era un pobre mendigo ciego, vestido de harapos. No pudiste verlo, por eso te confundes.

– Precisamente lo reconocí porque no puedo verlo. Mis oídos han distinguido muy bien los pasos de sus pies hinchados.

Irene y los demás no prestaban atención a las palabras del abuelo. Leían los enigmas, que debían ser resueltos en el orden estricto en que aparecían escritos en el rollo.

– ¿Es que nunca vamos a tener la fiesta en paz?- preguntó Irene, desanimada.

Creía que la Esfinge se había ido para no volver más y ahora resultaba que continuaban emplazados a jugar el juego que ella, tiránicamente, imponía a la ciudad de Tebas. Más enigmas y la amenaza del retorno del monstruo. Irene recordó a sus amigos del futuro. Ojalá volviesen para resolver cuanto antes el primero de los seis enigmas, que decía así:

CONTIGO NO ESTOY. ME VERÁS EN UN MINUTO. REPETIRÉ EN UN MOMENTO. EN UN AÑO ME HABRÉ IDO.

Irene no tenía ni idea de cuál podría ser la solución. Guardó los enigmas en el arca más segura de la casa, la que tenía más recios cerrojos, y se dispuso a ir hasta el monte Antedón con su familia. Seguro que los enigmas podían esperar un poco, pensó de nuevo feliz por la reciente y ya amenazada libertad de Tebas.

Published in: on abril 27, 2009 at 4:34 pm  Deja un comentario  

EL ENIGMA DE LA ESFINGE VIII

Las últimas noches,  los tebanos habían vuelto a probar la crueldad de la Esfinge. Buena parte de los caballos del Rey Creonte habían aparecido muertos en sus cuadras, envenedados por el ponzoñoso aliento de la Esfinge, que no cesaba de sobrevolar la ciudad y sus campos desde que se ponía el sol. Una tejedora murió estrangulada mientras  venía de recoger lino de los prados y muchos otros habían muerto envenenados, tras beber el agua del pozo más alejado del monte Antedón, donde, sin embargo, la Esfinge había hecho llegar su veneno. La desolación y la desesperanza se adueñaban de la ciudad, e Irene hacía ofrendas a los dioses cada día, para que enviaran a un nuevo visitante del futuro que resolviese el enigma. Sombra, su hermoso caballo, era su mayor alegría, en medio de tanta tristeza.

Raquel despertó al borde del polvoriento y solitario camino que, bordeando el monte Antedón, conducía a las murallas de Tebas. Sus ojos soñolientos lanzaron una verde mirada a su alrededor. Cuando vio a la Esfinge, inmóvil sobre el monte, creyó estar soñando, así que se levantó de un brinco y dio algunos pasos, aguzando la vista. No, no soñaba, «aquello» estaba allí arriba y,  algo más lejos, se veía la ciudad amurallada de Tebas.

– ¿Y si es que estoy otra vez en Granada y ese bicho de ahí arriba es un muñeco de cartón-piedra para una peli?- pensó Raquel en voz alta, tratando de tranquilizarse a sí misma.

Raquel había estado en las últimas vacaciones visitando Granada con su familia y, la verdad, la Alhambra y el Generalife le habían parecido una birria, por mucho que su profesora le hubiera dicho entusiasmada que Granada era una ciudad maravillosa. Pues tenía gracia haber vuelto a Granada. Y sola. Y encima el maldito teléfono móvil ahora no tenía cobertura y no podía llamar a casa para decir que estaba otra vez en Granada, inexplicablemente, porque las vacaciones habían acabado ya y donde ella tenía que estar era en el Instituto, otra vez en el Insti…

– No es Granada la ciudad que tus ojos ven. Es Tebas. Y el monstruo que ves es la Esfinge, que ha regresado.

La voz sonó de improviso a su espalda. Raquel se volvió sobresaltada y encontró a un hombre que parecía un anciano sin serlo todavía, vestido de una forma estrafalaria: llevaba una vieja túnica blanca de tela muy burda, deshilachada y sucia; sobre su cabeza lucía un sombrero de paja en forma de cono, con el ala muy ancha. Se apoyaba en una rama seca y retorcida, y sus párpados estaban cerrados en las cuencas vacías y hundidas. A Raquel se le escapó un grito de espanto.

– No temas nada, muchacha, no voy ha hacerte ningún daño. Ya hice, por desgracia, todo el daño que un ser humano puede hacer. Tanto y tanto daño hice sin saberlo, que no pude soportarlo y yo mismo me arranqué los ojos… Sí, muchacha, no pongas esa cara de asombro: es mejor no tener ojos para no ver lo que resulta insoportable.

– Lo siento mucho, de verdad- acertó a decir Raquel, estremecida por las palabras que acababa de oír y por la tristeza infinita que impregnaba la voz del hombre-. Me llamo Raquel, no sé cómo he llegado aquí y me gustaría volver a casa.

– Te conduciré a Tebas. Allí podrán ayudarte. Yo te guiaré en el camino. Pero antes, la Esfinge nos exigirá responder a un enigma. No te preocupes: los enigmas se me dan muy bien.

Habían empezado a caminar a buen paso camino adelante. Raquel tenía la impresión de estar soñando, una sensación angustiosa de confusión y extravío. Sin embargo, aquel hombre sin ojos que llevaba a su lado le infundía tranquilidad  y confianza, a pesar de que las cosas que contaba parecían cosas de loco. En realidad, no veía a nadie más por los alrededores que pudiese prestarle ayuda y, si tenía que enfrentarse a aquel monstruo, más valía ir acompañada, aunque fuese por un ciego loco.

– Como te decía, Raquel, se me dan bien los enigmas.

– A mí también. Tengo un libro de adivinanzas y en clase he resuelto varios enigmas .

– ¡Ah! ¡Magnífico, muchacha! – por primera vez, Raquel vio la tristísima sonrisa de su acompañante-. Entonces tendremos éxito, seguro. Conocí a la Esfinge hace años. Estaba en el mismo lugar que ahora y yo venía por este mismo camino, huyendo de mi destino. La Esfinge tenía atemorizada a la ciudad de Tebas y exigía a los caminantes que pasaban la solución de un enigma. Ninguno había logrado dar con la respuesta y ella los estrangulaba o les daba una muerte aún más cruel. Durante la noche, mataba personas y animales, envenenaba las fuentes, quemaba las cosechas. Tebas estaba tan desesperada que la reina Yocasta prometió casarse con quien resolviese el enigma. Y fíjate cómo son las cosas, Raquel, yo venía huyendo de mi destino y adiviné el enigma. La Esfinge, derrotada y enfurecida, echando fuego por los ojos, abandonó el monte Antedón. Algunos dijeron que se despeñó y murió, pero ya ves que no es cierto: ha regresado y vuelve a hacer lo mismo que entonces. He venido para librar a Tebas de la Esfinge  por segunda vez y a pagar parte de todo el daño que hice…

– ¿Pero qué es lo que hiciste? Y dime, entonces, ¿te casaste con la reina Yocasta?

– Sí, Raquel, sí, me casé con ella y tuvimos hijos. Me llamo Edipo y fui rey de Tebas, para mi desgracia y para desgracia de mi padre, de mi madre, de mi esposa, de mis hermanos y de mis hijos…

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De los ojos vacíos de Edipo de Tebas no podían caer lágrimas, pero su voz lloraba desconsoladamente. Raquel se dio cuenta de que no debía preguntar nada más a Edipo sobre su pasado, que tanto sufrimiento le producía. Habían llegado ya, además, al pie del monte Antedón y  Raquel temblaba de pies a cabeza cuando la Esfinge los miró con sus ojos llameantes. Su voz potentísima resonó sobre ellos:

– Decid, caminantes, lo que os pregunto. Decidlo rápido o en pocos minutos habrá un antiguo rey de Tebas y una nueva chica del futuro menos sobre la faz de la Tierra. MÁS QUE TÚ LO DICEN TODOS, SOLO A TI TE PERTENECE.

En ocasiones el miedo paraliza e impide pensar con claridad. Pero otras veces es el miedo lo que nos hace ser rápidos y agudos. Raquel, en medio de su terror, recordó enseguida que ella había resuelto ese mismo enigma en clase. Sin saber de dónde le salía la  voz, se oyó a sí misma decir en voz alta y decidida:

– La solución es el nombre- dijo y después enmudeció sin dejar de temblar y sin apartar la mirada de la espantosa Esfinge.

– ¡Claro, el nombre! El nombre es de quien lo lleva, pero quienes más lo dicen son los demás… Mi nombre es Edipo, pero son los demás quienes lo repiten con amargura. ¡Bravo, muchacha!

Raquel estaba aún asombrada de su osadía cuando vio caer desde lo alto una especie de papel enrollado.

– Llevad a la muchacha, a Irene,  mis nuevos enigmas, ella se encargará – la Esfinge hablaba y su voz sonaba antigua como el tiempo-. He de irme, como prometí, pues está resuelto el enigma. Sin embargo, regresaré si en un plazo de seis meses no se han resuelto los seis enigmas que van escritos ahí.

Raquel iba a recoger del suelo el rollo de papel, pero ya Edipo se había agachado a recogerlo, como si pudiera verlo claramente. Una luz azulada comenzó a envolver a Raquel. Quiso decir algo a Edipo, pero no pudo. La luz fue creciendo hasta envolverla por completo y después, cuando la luz se extinguió, Raquel había desaparecido. Edipo, que no pudo verlo, supo que Raquel ya no estaba y susurró:

– Adiós, muchacha. Que tu destino sea feliz y apacible.

En lo alto del monte Antedón, la Esfinge extendió sus gigantescas alas de plumas tan brillantes como el acero. Sus garras ensangrentadas de tantas víctimas se contrajeron levemente y de un impulso se elevó en el aire, con un  veloz batir de alas. Rápidamente desapareció en el azul del cielo, convertida solo en un punto que fue haciéndose más y más pequeño hasta perderse de vista, aunque Edipo no pudiera verlo.

De inmediato, un clamor de júbilo se elevó sobre Tebas. Los tebanos  habían visto que la Esfinge se iba y lo celebraban. Pronto se oyeron campanas y trompetas mezclados con el griterío de la gente, que ya salía de las murallas de la ciudad para saber qué había ocurrido. Edipo posó su mano derecha sobre su corazón, conmovido:

– Es Tebas  que se alegra. Es mi ciudad, jubilosa.

Lentamente, encaminó sus pasos a la ciudad donde un día fue Rey y donde ahora esperaba no ser reconocido por nadie, no ser recordado por nadie, no ser nombrado por nadie. Iba dispuesto a buscar a una muchacha llamada Irene para entregarle el nuevo encargo de la Esfinge, antes de alejarse de Tebas, cuya sola memoria hacía llorar a su corazón.

Published in: on abril 17, 2009 at 6:04 pm  Deja un comentario  

EL ENIGMA DE LA ESFINGE VII

Alba se sorprendió cuando la madre de Irene llamó para la comida y, sobre una pequeña mesa, solo encontró cuencos de aceitunas, avellanas, nueces, pan blanco y, como bocado especial, una enorme sandía regalada por la Esfinge aquella misma mañana. Alba miraba aquello bastante extrañada, pues había creído que comerían aquel guiso de carne que había estado oliendo cocer en la cocina.

– Come, Alba – la animó la madre de Irene-. ¿O es que no tienes hambre?

Alba comenzó a comer, un poco a vergonzada. Nó quería llamar la atención con su comportamiento, pero seguía sin entender por qué comían aquellas cosas tan poco consitentes, si la madre de Irene se había molestado en preparar un plato que olía de forma tan deliciosa. Así que, cuando encontró la ocasión, se lo preguntó a Irene.

– Aquí siempre comemos así al mediodía. La carne es para la cena, que es la comida más fuerte del día…¿No es así en el futuro?

Alba le explicó que no,  mientras saboreaba un jugoso pedazo de sandía. En realidad no tenía muchas ganas de hablar. Le preocupaba cómo regresar a Cáceres y, antes que eso, encontrar la solución al enigma. Pero no tenía ni idea de cuál era la solución.

Al acabar de comer, las dos chicas volvieron a la cuadra. Querían estar cerca de Sombra, acariciarlo y contemplar su belleza. Y pensar. Pensar para encontrar la respuesta. Zale también las acompañó, a condición de no pasarse todo el rato hablando. Zale era un niño muy inquieto y curioso. La presencia de Sombra y de Alba lo habían llenado  de curiosidad y no paraba de hacer preguntas. Pero prometió guardar silencio. Irene repetía:

– El agua no me moja, el fuego no me quema, el viento no me mueve, la tierra no me sepulta… ¡Por los dioses del Olimpo! ¿Qué será?

Alba callaba y la tarde se deslizaba lentamente hacia la puesta de sol. Si no encontraban la respuesta, esa noche tebas volvería a sentir la crueldad de la Esfinge.

El sol se encontraba ya a poca distancia de la tierra y su luz era dorada y suave como la piel de los melocotones, cuando súbitamente la sonrisa de Alba se iluminó. En su cabeza se había encendido al fin la bombilla:

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– ¡Ya lo sé! – exclamó- Es…

Irene le tapó la boca con inesperada violencia para impedir que dijese la solución.

– ¡Calla! ¡No lo digas! Arancha y Alberto desaparecieron justo después de decir en voz alta la solución de sus enigmas. Solo delante de la Esfinge deberás atreverte a decirlo. ¡Vamos! ¡Antes de que termine de caer el sol!

Irene estaba excitadísima y arrastraba ya a Alba hacia la puerta de la cuadra, cuando Alba tuvo una idea excelente:

– ¡El caballo!

Irene la entendió rápidamente:

– No sé montar, Alba. ¿Sabes tú?

Alba ya había colocado a Sombra la rica cabezada con que el Rey hizo llevar al caballo. No había tiempo para ponerle la montura. De un salto ágil subió sobre el animal y tomó las riendas. Ayudada por Zale, Irene se acomodó detrás y se sujetó con fuerza a la cintura de Alba.

– ¡Arre!

Sombra inició un galope veloz y sonoro. Recorrieron las calles de Tebas a gran velocidad, siguiendo las indicaciones de Irene, que conocía el camino más corto. Ya fuera de las murallas, enfilaron el camino hacia el monte Antedón, donde las esperaba la monstruosa Esfinge. El sol casi rozaba ya el borde del horizonte.

– ¡Vamos, amigo!- animaba Irene a su caballo.

Alba no despegaba los labios. Sabía que la respuesta era la sombra: el agua no podía mojarla, ni el fuego quemarla, ni el viento moverla, ni la tierra sepultarla. La sombra, estaba segura, era la respuesta correcta. Diría la solución a la Esfinge, soportaría el espanto de tenerla tan cerca para ayudar a su amiga Irene y a todos los habitantes de Tebas. Tan absorta iba en sus pensamientos, que no se había dado cuenta de que la mitad del sol  se había hundido ya bajo la línea del horizonte. Pero de pronto lo vio y se puso muy nerviosa.

– ¡Arre, Sombra, Arre! – gritó apretando sus talones contra los flancos de Sombra.

Entonces ocurrió. Estaban ya casi llegando al pie del monte Antedón cuando Alba fue envuelta por quella luz que Irene había visto ya en otras dos ocasiones. Aquella luz que fue creciendo más y más, hasta envolver también a la chica tebana y a Sombra. Y después, cuando la luz se extinguió, Alba ya no estaba. 

Habían llegado. Irene bajó del caballo y se abrazó a su cuello palpitante a causa de la carrera, comprendiéndolo todo: Alba había pronunciado el nombre del caballo, Sombra, que era también la solución al enigma, pero la esfinge no lo daría por bueno, porque aún no estaban ante ella y tampoco aceptaría que Irene diese la respuesta que Alba encontró.  

– Tampoco esta vez te sirvió de nada la ayuda del futuro – dijo la Esfinge.- Corre a tu casa, niña impertinente, antes de que llegue la noche, si no quieres que esta vez te quite la vida que antes te regalé. Pero primero, escucha este enigma: MÁS QUE TÚ LO DICEN TODOS, SOLO A TI TE PERTENECE.

Cuando Irene llegó a su casa, ya toda Tebas había oído el nuevo enigma y se había refugiado en sus casas para ponerse a salvo de la crueldad de la Esfinge. Mientras su madre la abrazaba y la reprendía por aquella nueva aventura arriesgada y audaz, Irene vio brillar la primera estrella de la noche y pensó en Alba. Solo entonces recordó que no habían tenido tiempo de despedirse y desde dentro de su corazón le envió saludos para sus amigos del futuro y los mejores deseos para su viaje de vuelta a casa.

Published in: on marzo 13, 2009 at 7:06 pm  Deja un comentario  

EL ENIGMA DE LA ESFINGE VI

– Entonces, ¿tú eres Irene?

Irene se sobresaltó al oír su nombre. Cuando subió a la azotea aquella mañana, casi no se extrañó al ver que había llegado una nueva visitante del futuro, pero lo que no esperaba es que aquella chica de rostro dulce y gesto tímido, vestida con una ropa tan extraña como la de Arancha, supiera su nombre.

– Sí, soy Irene, ¿cómo lo has sabido?

– Al principio, cuando desperté aquí, me asusté mucho. No sabía dónde estaba. Pero después me asomé y vi la ciudad, y empecé a entender. Y cuando vi a la Esfinge, acabé de tranquilizarme.

– ¿Cómo? ¿Que ver a ese monstruo sanguinario te tranquilizó? – preguntó Irene asombrada.

-Soy amiga de Arancha, las dos vivimos en la Residencia de nuestro instituto. Nuestros pueblos están lejos y la Residencia es nuestra casa mientas dura el curso. Una mañana, hace poco,  Arancha me contó durante el desayuno un sueño muy extraño. Por eso sé que estoy en Tebas, que tú eres Irene y también sé de lo que es capaz la Esfinge. Así que  ya sé que ahora yo estoy soñando, como le ocurrió a Arancha.

– ¡Ah, no, te equivocas! -replicó Irene-. ¡Esto no es un sueño! Arancha estuvo aquí de verdad y también estuvo Alberto S. Los dos venían de Cáceres. Y eso es tan real como que tú estás aquí ahora, conmigo.

– ¿Alberto S. también…?

– Sí, también él viajó en el tiempo. Entonces, ¿tú eres amiga de Arancha? Y di, ¿cómo te llamas?

– Me llamo Alba.

– Bienvenida a Tebas, Alba – dijo Irene abrazándola.

Estaba ya a punto de terminar  una mañana muy emocionante. Nada más salir el sol, como la Esfinge había prometido el día anterior, toda Tebas amaneció rodeada de manjares: sandías, uvas, manzanas y orzas de miel; sacos de harina, cebada en grano, habas y calabazas; leche, carne y pescados en salazón. La Esfinge permitió que lo recogieran todo y que los alimentos fuesen distribuidos entre los tebanos. Cuando el Rey supo que todo aquello se debía a la hazaña de una niña llamada Irene, mandó que sus criados buscasen su casa para entregarle dos fabulosos regalos: un anillo con una esmeralda del tamaño de una avellana y un bellísismo caballo de pelo castaño oscuro.

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– Se llama Sombra, ¿te gusta, Alba? – preguntó Irene orgullosa de ser su reciente propietaria.

Alba acariciaba al animal, que el abuelo de Irene había instalado en la vieja cuadra de la casa. Claro que le gustaba. Le gustaba muchísimo más aún que el precioso anillo cuya esmeralda brillaba en el dedo de la madre de Irene, pues Irene quiso que fuese para ella. Zale, muy afanoso y subido a un taburete, cepillaba las crines de Sombra y Marsias, el hermano mayor de Irene, hacía cálculos sobre la velocidad que alcanzarían las finas y potentes patas del animal.

– ¿Querrás también tú ayudarme a vencer a la Esfinge, Alba? – suplicó Irene, recordando que no tardaría en llegar la noche y en cumplirse el plazo dado por la Esfinge para resolver el enigma.

– Puedo intentarlo al menos, ¿no?

– Pues entonces, manos a la obra  – respondió Irene y,  sin dudar ni perder  un momento, pronunció el enigma, que sabía de memoria.

Alba negó con la cabeza, un tanto decepcionada: no sabía la solución, pero aun así estaba dispuesta a buscarla.

Desde la cocina llegaba el delicioso aroma de un guiso de carne. Alba e Irene, sentadas sobre un montón de heno en la cuadra, sin perder de vista la hermosa figura de Sombra, no paraban de pensar ni un momento en la solución: ¿sería el sol, el cielo, una estatua? ¿El alma, quizás? ¡Uf! ¡Qué difícil! Y sin embargo la solución no tardaría en ser encontrada, aunque ninguna de las dos chicas pudiese sospecharlo todavía.

[Paciencia. Tal vez la Esfinge nos plantee un nuevo enigma y quien lo resuelva (como Arancha, Alberto y Alba) podrá protagonizar otro episodio como premio. De momento, ganará un premio quien me entregue una redacción sobre su animal preferido: ese que ya tiene o ese otro que sueña tener. ]

 

Published in: on marzo 8, 2009 at 8:14 pm  Deja un comentario  

PISTAS al Enigma de la Esfinge V

Un espíritu, un fantasma, un volcán, el alma, el sol, la imaginación… Todas esas respuestas me han llegado ya y, aunque son estupendas… ¡nada, que no es nada de eso!

La respuesta está en el capítulo anterior, por si alguien quiere dedicarse a leerlo despacito. E insisto: todos tenemos de eso, aunque no siempre. Y es algo tan concreto y tan real, que incluso se le puede hacer una fotografía.

Nueva pista: en relación con las respuestas que ha habido hasta ahora, os diré que  tiene algo que ver con el sol y que un volcán también tiene (a veces, claro).

gusano

Published in: on marzo 2, 2009 at 5:39 pm  Deja un comentario  

EL ENIGMA DE LA ESFINGE V

¡Enhorabuena a todos los que intentaron inventar la continuación de la historia! La mejor ha sido la de Verónica Rebollo, que ya tiene su premio. El relato de Verónica ha tenido muy en cuenta el final del último episodio y viene  a decir más o menos esto:

Irene era una chica decidida, que nunca se rendía cuando estaba convencida de que algo merecía la pena. Y ahora estaba segura de que la idea que se le había ocurrido merecía muchísimo la pena. Así que se puso manos a la obra: había que intentarlo, al menos.

– Estás loca, Irene, -le dijo su madre asustada cuando se la contó-. Déjalo, te lo ruego. Eres solo una niña, no intentes enfrentarte de nuevo a la Esfinge. ¿Sabes lo que ese monstruo podría hacer contigo…?

Irene vio el rostro angustiado de su madre, que temía por ella, y lamentó  darle problemas y sintió que la quería mucho, pero que debía intentarlo a pesar de todo.

– Es solo una niña, pero es valiente y noble. Escúchala, quizá no esté tan loca como te parece – intervino el abuelo.

Irene lo escuchó con un gesto de agradecimiento y al fin su madre, llena de dudas aún pero aceptando aquel descabellado proyecto de su hija, se puso de su parte. Las dos pasaron el resto del día cortando una vieja túnica y cosiendo sin parar, según las instrucciones que iba dando Irene.

– Era así, mamá. No…, más estrecho por abajo…, eso es. Ahora sí se parece a lo que llevaba Alberto.

Por fin estuvo listo todo. Irene y su madre habían confeccionado con la tela de la vieja túnica algo muy parecido al chándal que Alberto S. llevaba en su vivita a Tebas. Cuando Irene se lo puso, su hermano pequeño, Zale, lanzó un silbido de admiración. Poco antes de la puesta de sol, acompañada de su abuelo y de Zale, Irene llegó al pie del monte Antedón y soportó de nuevo la mirada terrible de la Esfinge.

– Sé la solución de tu enigma. «Estoy en ti y en mí, y sin embargo no estoy en nosotros», dijiste. La solución es la i – dijo Irene con voz temblorosa-. La letra i.

La esfinge, al escuchar la solución, agitó suavemente las alas y dijo con su voz increíblemente potente:

– Acertaste… Ahora yo debería irme de Tebas… Admiro tu valentía, he de reconocerlo. Porque sé que tú no eres quien pareces ser: eres la chica que recibe visitas del futuro y, nuevamente, no has sido tú quien dio con la solución. ¿Creías que podrías engañarme  vestida con esa ropa estrafalaria?

Las piernas de Irene flaquearon: la Esfinge había descubierto la estratagema. Esta vez acabaría con su vida, estaba segura, igual que en otras ocasiones había hecho con otros tebanos. La Esfinge no se detenía ante la muerte. Ahora sería cuando el monstruo acabaría con ella de alguna manera horrible: la estrangularía, la elevaría entre sus garras hacia el cielo y la dejaría caer desde lo alto, la envenaría con su aliento ponzoñoso o quién sabe qué…

A su espalda, a una prudente distancia, su hermano y su abuelo la esperaban. Ojalá la Esfinge no les hiciese nada a ellos. Irene se giró sin retroceder y gritó:

– ¡Vete, Zale! ¡Llévate de aquí al abuelo! ¡Huye! ¡No es a vosotros a quien la Esfinge quiere!

Después  encaró la mirada cruel de la Esfinge y se quedó allí quieta ante ella, sabiendo que era inútil tratar de escapar corriendo y salvarse. Recordó las advertencias de su madre y su corazón lloró en su pecho lamentando causarle el dolor insoportable de morir así, tal y como su madre había temido.

– Eres valiente – la Esfinge hablaba con un tono inusualmente cálido-. Y además de valiente eres lista. Amas a tu pueblo y por él arriesgas tu propia vida de tan pocos años. No me iré, porque quien adivinó el enigma no fue quien vino a darme la respuesta. Sin embargo, he decidido hacerte un regalo.

Irene escuchó las palabras de la esfinge sin lograr creer lo que oía. Ahora el miedo había desaparecido y solo quedaba una pena inmensa por tener que abandonar a sus seres queridos. Los recuerdos de su infancia (los juegos con sus hermanos, los cuentos del abuelo junto al fuego en las noches de invierno, la alegre voz de su madre cantando mientras la llevaba con ella a lavar la ropa en los arroyos, los ojos bondadosos de su padre , muerto cuando  ella era muy pequeña) pasaban velozmente por su cerebro. Las palabras del monstruo interrumpieron los recuerdos:

– Te regalo tu vida: no morirás hoy… Y no solo eso: también tu querida Tebas recibirá un regalo que mucho necesita. Mañana, al amanecer, se abrirán las puertas de la muralla y los tebanos podrán salir tranquilos a recoger gran cantidad de alimentos frescos. A ti, que eres solo una niña, deberán agradecerlo. Pero antes, quiero que toda Tebas oiga un nuevo enigma que deberá ser resuelto antes de la noche de mañana. El  enigma dice así: EL VIENTO NO ME MUEVE, LA TIERRA NO ME SEPULTA,  EL FUEGO NO ME QUEMA, EL AGUA NO ME MOJA. Vete ahora, empieza a anochecer.

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Irene, que era tan atrevida, no se atrevió esta vez a abrir la boca. Tenía muchas preguntas, pero no hizo ninguna. Se sentía llena de una felicidad nunca antes experimentada: seguía viva, volvería con los suyos. Echó una última mirada a la Esfinge, que volvía a  permanecer en silencio, con los ojos fijos el algún punto inconcreto frente a ella, ignorando su presencia. Le dio la espalda y empezó a caminar en dirección a Tebas. Su hermano y su abuelo la esperaban para abrazarla muy fuerte, y juntos los tres, felices de estar de nuevo juntos, abrazados aún, volvieron a casa. En el horizonte anaranjado y violeta, el sol se ocultaba. Llegaba, en efecto, la noche. Pero esta vez sabían que la Esfinge no traería muerte, sino un delicioso regalo que tendrían que ir a buscar en cuanto el sol volviera a iluminar la ciudad de Tebas.

Published in: on febrero 27, 2009 at 7:50 pm  Deja un comentario  

EL ENIGMA DE LA ESFINGE IV

Aquella mañana, a primera hora, cuando empezó la clase de Lengua y los chicos y chicas de 1º G se concentraban en identificar los  verbos en el texto que acababan de leer, el puesto de Alberto S. permaneció vacío.

Muy lejos de allí, a kilómetros de distancia terrestre y a más de veinte siglos de distancia temporal, Alberto S. se despertaba de su extraño viaje. Tendido aún en el suelo de tierra de la azotea de Irene, Alberto abrió los ojos y sobre él pudo ver un cielo cubierto por una delgada capa de nubes casi transparente.

-¿Vienes del mismo lugar que Arancha?

La voz de Irene, emocionada, sobresaltó al chico, que la miró sin entender nada.

-¿Vienes de Cáceres y del futuro, como mi amiga Arancha?

Alberto vio, sorprendido, que aquella chica morena de túnica blanca y exótico peinado se acomodaba junto a él en el suelo y empezaba a contarle precipitadamente una historia increíble sobre un monstruo, un enigma y la reciente visita de Arancha, su compañera de clase, la misma que se sentaba justo delante de él, en su misma fila. Alberto guardó silencio, pero Irene dijo, aplaudiendo muy flojito, como para que nadie oyera sus muestras de júbilo:

– ¡Lo sabía! ¡Sabía que tú venías del futuro, como ella! Lo sé porque los dos vais vestidos así, con esas ropas tan raras.

– ¿Tan raras? – se sorprendió Alberto, que llevaba puestos su chándal y sus deportivas-. La que va rara eres tú, ¿de qué vas disfrazada?

Entonces Irene, con gesto de resignación, fue explicándole a Alberto que se encontraba en la antigua Tebas, en Grecia; que su compañera Arancha ya había hecho ese mismo viaje y todo lo que ya sabéis. También le contó, con una cierta decepción, que la Esfinge no había aceptado la respuesta que Arancha encontró para el enigma porque, aunque era la correcta, no fue Arancha en persona quien se la dijo. Por último Irene relató cómo la Esfinge, esa misma noche, había sobrevolado la ciudad para elegir una nueva víctima y se había llevado a un centinela de los que custodiaban la muralla.

-Lo estranguló sin piedad alguna y abandonó su cuerpo sin vida al pie del monte Antedón- terminó Irene, tratando de contener su indignación.

A pesar de su confusión, Alberto no había perdido una palabra del relato de Irene, pero aún se resistía a creer lo que la chica tebana le había contado.

– ¡Bah! ¡Me estás tomando el pelo! ¡Tú has visto muchas películas!- replicó mientras se ponía en pie para echar un vistazo desde la azotea.

Lo que vio lo dejó helado: la ciudad de piedra y barro se extendía en calles y callejuelas innumerables. A su izquierda, sobre una colina, se alzaba un templo de simétricas columnas.

         acropolis1

-No me crees, ¿verdad? – preguntó Irene a su lado- . Tienes razón, es increíble todo lo que te he dicho, pero te daré una prueba. Mira hacia allá.

El dedo índice de Irene temblaba cuando apuntó hacia el monte Antedón, que sobresalía de la muralla por el este. Allí, en su cumbre, la gigantesca esfinge de rostro inmóvil, garras sangrientas y poderosas alas, esperaba la solución de su nuevo enigma.

Alberto sintió por un momento que la cabeza le daba vueltas y que su corazón estaba tan alterado que parecía latirle en la garganta. Se sentó de nuevo en el suelo y cerró muy fuerte los ojos, como para borrar de ellos la visión de la terrible criatura. No podía ser. ¿Qué era todo aquello? Entonces, ¿los monstruos existían? ¿De veras había viajado en el tiempo? ¿Cómo iba a poder regresar a casa?

– ¿Cómo te llamas, chico del futuro? Aún no me has dicho tu nombre. Yo soy Irene y sueño con derrotar a la Esfinge y librar a Tebas de su crueldad. Bueno…, y también me gustaría mucho ir al instituto, como tú y como Arancha.

– Yo soy Alberto -y estrechó la mano que Irene le tendía-. Perdóname por no haberte creído antes.

– No importa- respondió ella-. Lo entiendo. Solo espero que me ayudes a resolver el enigma y me acompañes a decírselo a la Esfinge. ESTOY EN TI Y EN MÍ, Y SIN EMBARGO NO ESTOY EN NOSOTROS, dijo la esfinge. Ve pensando la solución mientras bajo a buscar algo de comer. ¡Hay que tratar bien a los invitados y aún no te he ofrecido nada!

Irene despareció sonriente. De repente había recobrado la esperanza de poder deshacerse de la Esfinge: Alberto la ayudaría, estaba segura.

Solo en la azotea, Alberto no paraba de pensar en todo aquel lío. Y en medio de todas aquellas ideas confusas, surgía una y otra vez el enigma aún no resuelto que acababa de decirle Irene.  Haciendo acopio de valor, volvió a levantarse para mirar hacia el monte Antedón. La soledad de la ciudad era imponente: nadie osaba ni tan siquiera asomarse a la puerta  de su casa. Una campana dejó en el aire tres campanadas lejanas. Mientras Alberto observaba detenidamente el monstruoso aspecto de la Esfinge, esta giró levemente la cabeza y su mirada se clavó unos segundos en los ojos de Alberto. Era una mirada fría y cruel, que enseguida volvió a quedarse fija, mirando al frente. Fue entonces cuando Alberto, lejos de ceder al terror, se decidió a hacer lo posible por ayudar a Irene. Resolvería el enigma. Iría ante la esfinge y le diría la respuesta correcta. Libraría a Tebas de aquella espantosa criatura antes de volver a casa.

– Aquí tienes: agua, una ciruela seca y un poco de pan de centeno. Está un poco duro, lo siento. Pero desde que llegó la Esfinge los alimentos escasean cada día más.

Irene puso aquel pobre desayuno a su huésped: no tenía nada mejor que ofrecerle.

– Voy a ayudarte, Irene- respondió Aberto y tomó un trago de agua para refrescar su garganta.- Déjame pensar…»Estoy en ti y estoy en mí…y sin embargo…»

Albertó pensó que habría preferido desayunar uno de aquellos suculentos coquillos que hacía su abuela, pero tenía hambre y  se puso a mordisquear la ciruela seca. De repente, una bombilla se encendió en el interior de su cabeza, lo mismo que en los cómics.

         bombilla-011              ¡Lo tenía!

– ¡La i! ¡La letra i! Está en TI y está en MÍ, pero no está en NOSOTROS. ¡Estan fácil! Esta adivinaza la resolví en clase, hace poco.

¡Claro! La letra i. Vaya chico listo aquel Alberto. Irene sintió ganas de abrazarlo, como había hecho con Arancha, pero se contuvo, porque en la antigua Grecia los chicos y las chicas no podían darse un abrazo a no ser que fuesen novios. En vez de un abrazo, le tendió de nuevo su mano, llena de gratitud y de impaciencia:

– ¡Gracias, gracias, gracias, Alberto, gracias! Bajo a avisar a mi abuelo y a mi madre. Iremos cuanto antes a decirle la solución a la Esfinge. ¿Estás preparado? ¿Sí? ¡Ah, una cosa…! Por favor, no vayas a desaparecer ahora, por favor, no desaparezcas antes de acompañarnos al monte Antedón, te lo suplico…

La mano de Alberto seguía prisionera en la mano de Irene, que la apretaba como si así pretendiera no dejarlo escapar.

-No me iré, Irene, cálmate. No voy a desaparecer- la tranquilizó Alberto- He dicho que iré a decirle la solución a la Esfinge y lo haré. Cumpliré mi palabra.

Pero mientras Alberto hablaba, sin darse cuenta ni quererlo, su cuerpo había comenzado a desprender una luz cada vez más brillante.

– ¡No, Alberto, no!- gritó Irene, apretando aún con más fuerza la mano del chico del futuro, casi cegada ya por aquel resplandor que también la envolvía a ella.- ¡No te vayas ahora! ¡Por favor, no te vayas! ¡Espera…!

Un destello aún más intenso lo llenó todo. Cuando la luz cesó, la mano con que Irene apretaba la de Alberto estaba vacía: Alberto había desaparecido. Irene  sintió que la esperanza se le iba tras Alberto.  Su reciente ilusión de derrotar a la Esfinge se había convertido en una sombra. Se sintió vencida y triste.

De nuevo había ocurrido, igual que con Arancha. ¿Aceptaría la esfinge la solución si no era Alberto en persona quien se la decía? No, claro que no… ¿O tal vez sí, si ponía en práctica lo que se le estaba ocurriendo? Irene trató de que la esperanza no la abandonase del todo, pero sus ojos miraban al suelo,  llenos de lágrimas. Respiró hondo y levantó la cabeza:

– ¡Dale  un abrazo a Arancha de mi parte! Es una chica lista y valiente, como tú. ¡Y buen viaje, Alberto, amigo! – dijo mirando hacia el cielo, como si Alberto aún pudiera oírla.

(Esta vez tampoco hay adivinanza, pero seguiremos con los premios. A ver quién escribe la mejor continuación de la historia: ¿qué pasará esta vez con el enigma? ¿Qué se le habrá ocurrido a Irene? Venga, imaginación, papel, boli y que broten las palabras).

Published in: on febrero 13, 2009 at 6:27 pm  Deja un comentario  

EL ENIGMA DE LA ESFINGE III

Un viaje en el tiempo

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– ¿Quieres comer algo?

Arancha miró extrañada. Acababa de despertarse y un sol deslumbrante cegaba sus ojos oscuros.

– ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? – volvieron a preguntarle.

Arancha se incorporó hasta quedar sentada en el piso de tierra de la azotea. Una chica con un extraño peinado y una túnica blanca sujeta en uno de sus hombros la miraba con ojos llenos de curiosidad.

– Me llamo Irene – dijo la chica- ¿Quién eres tú?

Arancha no respondió. Estaba empezando a sustarse. ¿Qué hacía en aquel lugar?¿No debería estar ahora en clase de Mates, en su instituto, en Cáceres? Sin responder aún, se levantó del suelo y observó desde la azotea una ciudad extraña, muy antigua, con edificios de piedra y casas de barro, calles sin asfaltar y sin rastro de semáforos, ni coches, ni autobuses… Ahora que caía, tampoco había farolas ni cables de electricidad.  ¿Y su móvil? Por suerte, lo encontró en el bolsillo de sus vaqueros, pero enseguida comprobó que no tenía nada de cobertura. Entonces fue ella quien interrogó a Irene:

-¿Dónde estamos? ¿Por qué vas vestida así? ¿Hoy no tienes clase? Voy a llegar tarde al instituto, van a llamar a mi casa y ya verás la que se va a liar…

– ¿Que dónde estamos? ¡Pues en Tebas! ¿Y por qué vas vestida ASÍ tú?

Arancha oyó voces en la calle y al asomarse vio a dos niñas y un hombre que se dirigían a alguna parte a toda prisa. Las niñas vestían como Irene y el hombre llevaba también una túnica, esta de color azul gastado.

-Soy Arancha. Y tengo que irme – dijo al fin.

Pero Irene ya no estaba. Regresó de inmediato con un cuenco de madera en que traía higos secos cubiertos de miel. En ese momento Arancha sintió que tenía mucha hambre. Mientras desayunaban sentadas a la sombra de la pared de barro de la azotea, Arancha e Irene comenzaron a contarse cosas. Ninguna de las dos pudo explicarse cómo es que Arancha había llegado allí ni por qué las dos se entendían a pesar de hablar dos lenguas tan distintas: español Arancha, griego antiguo Irene. Lo que sí parecía evidente es que Arancha no solo había viajado en el espacio -de España a Grecia- sino que venía del futuro, decía Irene.

– No vengo del futuro – puntualizó Arancha- . Lo que pasa es que he viajado al pasado.

-¿Y no es lo mismo, al fin y al cabo?

Las dos chicas se echaron a reír.

-Oye, tú no sabrás resolver enigmas, ¿verdad? – preguntó Irene con un repentino gesto de preocupación. Y le contó a Arancha todo sobre la Esfinge, la muerte de los ganados, del pastor  y del soldado, la cosecha de trigo perdida, abrasada por los candentes ojos de la Esfinge durante esa misma noche, como ella misma había soñado. Le habló también del difícil enigma  que la monstruosa criatura había planteado  a los habitantes de Tebas y que era necesario resolver con urgencia.

– Espera…-la interrumpió Arancha-. Todo eso que me estás contando lo he oído en otra parte…Pero, no sé, habrá sido por este viaje tan extraño al pasado, estoy confusa…No consigo acordarme bien. Creo que fue en el instituto, pero…

-¡Qué es un instituto?- la curiosidad de Irene hizo que por un momento se le olvidara el enigma.

– Un instituto es… Como una escuela, pero para chicos y chicas mayores. ¿Por qué lo preguntas? ¿Es que tú no estudias?

-¡Ya me gustaría! En Tebas solamente estudian algunos chicos, los hijos de los ricos. Bueno, también algunas chicas, pero muy pocas, y solo las nobles y ricas de la ciudad. ¿Es que en  el futuro las chicas pueden estudiar aunque no sean princesas o hijas de ricos comerciantes?

-¡Anda! ¡Pues claro! ¿O acaso crees que yo soy una princ…? ¡L0 tengo!  ¡Ya me acuerdo, Irene! ¡Resolví el enigma de la esfinge en el instituto, en una clase de OMOAE! ¡Dime el enigma, rápido, a ver si es el mismo!

Irene abrió mucho los ojos. ¿Qué sería eso de OMOAE? ¿Se había vuelto loca Arancha? ¿Cómo es que aseguraba haber resuelto el enigma de la Esfinge si venía del futuro? Por si acaso era verdad lo que la chica del futuro decía, Irene repitió las palabras de la Esfinge, las misma que ella se había repetido miles de veces para desentrañar su misterio:

– La esfinge dijo: «Nómbrame y desapareceré»

– ¡SILENCIO! ¡La respuesta al enigma es «El silencio»! – casi gritó Arancha, rompiendo con su voz emocionada el silencio de la azotea.

– ¡Claro!- Irene aplaudía y daba saltos de alegría-. ¡El silencio! ¿Cómo no se me ocurrió, con la de vueltas que le he dado! Si hay silencio y alguien pronuncia la palabra «silencio», o sea, lo nombra, el silencio desaparece. ¡Qué lista eres, Arancha! ¡Como se nota que tú sí estudias! ¡No sabes cómo me gustaría ir contigo a tu instituto!

Irene se abrazó a Arancha con lágrimas en los ojos. Su alegría se había envuelto de repente  en un silencioso llanto:

– Nunca te lo podremos agradecer bastante, Arancha. Ahora la Esfinge se irá y podremos seguir viviendo tranquilos. Llamaré a mi madre, a mis hermanos, a mi abuelo. Iremos al monte y diremos a la Esfinge la solución de su enigma. Y tú, Arancha, vendrás con nosotros, si es que no tienes miedo. Allí está ,mira…

Arancha miró hacia donde señalaba el dedo de su nueva amiga y vio a la Esfinge, quieta y terrible, esperando la llegada de otra noche. Un escalofrío recorrió su espalda.

-Sí, os acompañaré. Pero después tendré que pensar en la manera de volver al instituto…- prometió Arancha, demostrando ser tan valiente como la chica tebana.

Irene empezó a bajar las escaleras para entrar en la casa. Desde allí se volvió y dijo con una gran sonrisa en sus labios:

– Voy a darle la noticia a mi familia, querrán conocerte todos. Vuelvo enseguida.

Arancha volvió a quedarse sola en la azotea. La visión de la Esfinge le había alterado el pulso, sentía su corazón latiendo muy, muy fuerte. Y de pronto sintió un sueño inexplicable. Bostezó. ¿Como conseguiría volver a Cáceres? ¿Cómo podría comunicarse con Irene si es que podía salir de la antigua Tebas alguna vez? ¿Cómo…?

Arancha se recostó de nuevo en el piso de tierra prensada. Cerró los ojos presa de un sueño inaplazable. Cuando Irene regresó con su abuelo y sus hermanos a la azotea, aún pudo ver a Arancha plácidamente dormida e irradiando una luz muy fuerte, que fue creciendo muy deprisa hasta deslumbrar a todos salvo al anciano ciego.  Cuando la luz cesó, Arancha había desaparecido.

– ¿Se ha ido, verdad? – preguntó el abuelo.

– Sí- balbuceó Irene, llena de asombro y tristeza.

– Que tenga  un buen viaje tu amiga del futuro. Y  que los dioses la bendigan por habernos salvado con su inteligencia. Ella tenía que regresar a su país y a su tiempo, pero no te olvidará nunca, Irene.

Aquella misma mañana, Irene tuvo el valor de ir junto a su abuelo al monte  Antedón para dar a la Esfinge la solución del enigma. La Esfinge dio por buena la respuesta, pero se resistió a irse, argumentando que Irene no era la verdadera descubridora de la solución.  Ya sabemos que había sido Arancha, pero Arancha ya no estaba en Tebas. Sin descomponer su rostro impasible, la Esfinge anunció más destrucción y más muerte para esa noche y pronunció el segundo de sus enigmas:

– ESTÁ EN TI Y ESTÁ EN MÍ, Y SIN EMBARGO  NO ESTÁ EN NOSOTROS.

(Para quien resuelva este enigma, el premio será aparecer en otro capítulo de El enigma de la Esfinge)

Published in: on enero 25, 2009 at 6:03 pm  Deja un comentario